Editorial Nº 22

Desde la revuelta de Stonewall, el 28 de junio de 1969, el movimiento gay dio pasos de gigante. Impulsados por el genio y el ingenio de los norteamericanos, ganamos visibilidad en todo el mundo, acumulamos poder político y económico, nos dimos una agenda y nos lanzamos a conseguir la igualdad.

 

 

El activismo gay había nacido izquierdista: en política, sus primeros activistas salieron del Partido Comunista, y en religión, fueron cuáqueros. La liberación gay quedó así hermanada con los demócratas, la oposición a la guerra de Vietnam, la ecología, el feminismo, la revolución de los campus y la defensa de las ballenas; luego se sumaron otros ingredientes de lo que en este país llamamos “progresismo”.

Adoptamos la política de reclamo de derechos civiles, a imitación de los movimientos de liberación norteamericanos; y desde la organización de la Coordinadora de Grupos Gays en 1983 no sufrimos ni derrotas ni retrocesos. El movimiento gay argentino se acostumbró a una aparentemente interminable ristra de triunfos. La Ley de Unión Civil de la Ciudad Autónoma, en el 2002, fue el logro máximo de la política de reclamo de derechos; y esa misma política llegó a su cumbre internacional con la declaración sobre derechos humanos y orientación sexual que el Brasil presentó a las Naciones Unidas a principios del 2003.

La ley de Unión Civil había terminado de despertar al dragón católico. El papa Benedicto XVI, por entonces cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación Para la Doctrina de la Fe, publicó en el 2003 su Nota doctrinal sobre ciertos asuntos que afectan la participación de los católicos en la vida pública, donde se incita a luchar contra las uniones gays, tildadas de “nocivas”; y el hombre más poderoso del planeta, George Bush, declaró su oposición al casamiento de homosexuales y calificó de “inmoral” la adopción gay. Una coalición de católicos, evangélicos y musulmanes frenó en el 2004 la ofensiva brasileña, y Ratzinger declaró la guerra contra la equiparación de las mujeres en su Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y la mujer, donde embiste contra la más poderosa arma intelectual creada por el feminismo, vital también para nosotros: la distinción de sexo y género.

La homofobia y el irracionalismo religiosos son de temer, pero la estructura de nuestra sociedad ha cambiado. Hasta 1983 éramos excluidos; en el 2005 ya somos un actor social más, marginal pero incluido. Ya no tenemos a nuestro favor el efecto sorpresa que nos ganó alianzas y admiración; nuestra existencia y nuestros reclamos ya no son novedad. Hasta ahora la denuncia, la protesta airada y los derechos humanos eran nuestras cartas de triunfo; ahora, la época heroica está terminando. La retórica de la indignación moral ante el irrespeto de los derechos civiles ya no alcanza; y la única fuerza que conocemos que puede oponerse a la religión es la ciencia.

Aquí nuestro origen izquierdista nos juega en contra: el prejuicio anticientífico domina hoy las universidades. En el movimiento gay muchos siguen apostando al activismo de alianzas y confrontación; pero creo que necesitaremos de una nueva política de persuasión, con base en conocimientos ciertos y científicos. Por eso dedicaremos cada vez más páginas de ESPEJO a traducir y publicar textos de alto nivel académico sobre homosexualidad. Ya que la sucesión de Juan Pablo II no augura nada bueno, consolidémonos como fuerza intelectual. Necesitamos más pensadores sólidos, y no existirán si no divulgamos lo que la ciencia aprendió de nosotros últimamente. Por años hemos estado tan ocupados actuando que no hemos tenido tiempo de estudiar; pero esta embestida del irracionalismo solamente puede ser detenida por el prestigio de la ciencia.